miércoles, 30 de enero de 2008

11-LENGUAJE Y TÓPICO EN LA OBRA DE GUSTAVE FLAUBERT






Palabras y vacío
Lenguaje y tópico
en la obra
de Gustave Flaubert
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Joaquín Mª Aguirre Romero
Dpto. Filología Española III (CC Información)
Universidad Complutense
El objetivo del presente trabajo es hacer un recorrido por el lenguaje y nuestras relaciones con él a partir de la obra de uno de los más grandes novelistas del siglo pasado: Gustave Flaubert. La reflexión sobre el lenguaje es constante en el pensamiento occidental. El lenguaje ha sido abordado desde muy diferentes perspectivas. De la palabra nos han hablado los magos y cabalistas, los teólogos, los gramáticos, los retóricos, los lingüistas, los místicos, los filósofos, los poetas... Todos, para hablarnos de la palabra, han tenido que utilizar palabras: la palabra creadora de mundos; la palabra portadora de la verdad; la palabra seductora; la palabra falsa; la palabra culta y la palabra llana; la palabra que aclara y la palabra que esconde; la palabra olvidada y la palabra viva.
La crisis del pensamiento que caracteriza a la modernidad occidental es también la crisis de la palabra. El vínculo que unía a las palabras con el mundo se va resquebrajando y cada vez se hace más necesario reflexionar sobre lo que antes parecía tan evidente. Es necesario que se produzca el silencio del mundo para que seamos conscientes de que la palabra nos pertenece. El silencio, fuerza en expansión, va comiendo terreno a la seguridad que la palabra había servido para mantener.
En el cruce de siglo, al Lord Chandos del poeta austríaco más brillante de su generación, Hugo von Hofmannsthal, se le disuelve el mundo entre los dedos. Como un rayo, le llega la revelación de que la solidez del mundo está asentada al amparo de la palabra. El mundo aparece sólido porque la palabra lo mantiene unido. Esa intuición desencadena un proceso en el que, afirma, las palabras abstractas, cualquier pensamiento, "se me descomponían en la boca como hongos podridos" (1). El joven Lord Chandos se sumergirá en un silencio que es el de la vida en su devenir, abandonando el lenguaje que paraliza, que limita el mundo, en su abstracción.
Este texto de Hofmannsthal, una de las piezas claves de la época, es heredero de las formulaciones vitalistas nietzscheanas: La palabra no puede hacer justicia al mundo porque no puede contenerlo. Occidente ha construido su historia sobre la persecución de la "Idea", es decir, ha abandonado la multiplicidad de la vida, lo efímero de cada instante, el movimiento constante de la vida, por lo universal, abstracto y perenne de la idea. Ha preferido agarrarse a "lo inmutable" como realidad última, y ha cerrado los ojos a la auténtica realidad, que es la de la eterna mutabilidad. El pensamiento detiene para poder analizar, pero, como en el Fausto goethiano, decirle al instante que se detenga implica el cese de la vida. Aquel que desee que la vida se detenga, aquel que desee atrapar el instante, está condenado, y el mundo le dejará atrás en su imparable devenir. Cualquier intento de comprender el mundo, es decir, ponerle límites, es un acto artificial que falsea la realidad, que es puro movimiento. Para poder comprender, para satisfacer nuestro ansia de conocimiento, los seres humanos hemos creado una apariencia de estabilidad, de orden, que se cristaliza en el lenguaje.
Lord Chandos eligió el silencio, como también lo eligió el propio Hofmannsthal. Al igual que, pocos años antes, había desaparecido en el silencio el más brillante y revolucionario de los poetas franceses del siglo pasado, Arthur Rimbaud.
Flaubert no eligió el silencio. Escogió reflejar el vacío y, a la vez, la plenitud, de la palabra. La palabra ya no es la "verdad", ni su instrumento, ni su portadora. La correspondencia y la obra de Flaubert son una constante manifestación de su preocupación por las palabras. ¿En que medida podemos expresarnos a nosotros mismos; en qué medida el lenguaje hace justicia al mundo? ¿No seremos nosotros también una apariencia que el lenguaje hace aparecer sólida?
La aportación decisiva de Gustave Flaubert a la literatura fue el uso del tópico. Flaubert percibió que el mundo, socialmente hablando, que nos rodea no está construido con realidades sino con tópicos, es decir, el mundo es el lugar de las palabras ya dichas. A diferencia de Balzac, a diferencia de Zola y los demás naturalistas, Flaubert no pretendía explicar el funcionamiento social, sino limitarse a recoger el tejido verbal que lo compone. A la materialidad del mundo se superpone el envoltorio verbal que lo hace ser humano y social. El hombre se apropia del mundo a través del lenguaje y es de ese mundo apropiado, humanizado, del que se ocupó Flaubert.
Los hombres crean discursos y, a la vez, son creados por ellos. Hombre, discurso y mundo es la trinidad básica en la que la palabra ocupa el lugar de intercambio. Las palabras acogen las cosas dándoles una vida que no les es propia, sino añadida. Los seres humanos nos movemos entre discursos que instauran las concepciones del mundo, que lo reordenan dándole sentidos diversos y, con frecuencia, contradictorios.
El rechazo de Flaubert hacia la escuela naturalista, que pretendía erigirle en su jefe de filas y le proclamó su maestro, es explicable desde este aspecto. Flaubert no es un "realista", en el sentido tradicional del término. La realidad no le importa, ni le importa su explicación científica o sociológica. Lo que importaba realmente a Flaubert era lograr un discurso (el poético) que integrara todos los demás discursos (los sociales). Su lucha no fue nunca por alcanzar un discurso objetivo, sino un discurso autónomo. Esta autonomía era necesaria para que no se anularan en su interior los discursos sociales que acogía. Flaubert no buscaba un estilo propio en el sentido romántico, un estilo que lo identificara como G. Flaubert. Necesitaba lograr el "discurso de todos los discursos", la palabra que, siendo nueva, no anulara las otras palabras. La obra de Flaubert es una gigantesca cita, no ya de las obras literarias del pasado -que también se introducen como parte de ese mundo-, sino de la sociedad en la que vivió. Si el mundo es un gigantesco texto polifónico, Flaubert lo recogió con esmero. Por eso Flaubert no se dedicó tanto a observar el mundo que le rodeaba, sino a estudiar a aquellos que lo habían descrito. Zola quiso convertir la novela en un laboratorio; Flaubert la convirtió en un diccionario enciclopédico. Zola visitaba las minas, las tabernas y los mercados, todos aquellos lugares en los que los hombres actuaban; Flaubert se sumergía en las bibliotecas, en donde los hombres habían depositado la verbalización de sus experiencias.
Para entender plenamente la intención de Flaubert quizá sea necesario empezar por el final, por Bouvard y Pécuchet, su novela inacabada, la historia de los dos burgueses que deciden dedicar su vida a la recolección de los saberes de la época. El intento desemboca en el Diccionario de Ideas Recibidas,un viejo proyecto que ya está presente en la época de la elaboración de Madame Bovary. En la carta del 11 de diciembre de 1852 a Louise Colet, Flaubert explica así su intención: «[...] me ha vuelto una vieja idea, a saber, la de mi Diccionario de ideas recibidas (¿sabes lo que es?). El prefacio, sobre todo, me excita mucho, y de la manera en que lo concibo (pues sería todo un libro) ninguna ley podría morderme, aunque yo lo atacaría todo. Sería la glorificación histórica de todo lo que se aprueba. Demostraría que las mayorías siempre han tenido razón y las minorías siempre han carecido de ella. Inmolaría a los grandes hombres para todos los imbéciles, los mártires frente a los verdugos, y eso en un estilo exagerado a ultranza, con cohetes. Así, en cuanto a la literatura, dejaría establecido, cosa que sería fácil, que la mediocridad, al estar al alcance de todos, es lo único legítimo, y que es preciso, por tanto, condenar toda clase de originalidad por ser peligrosa, estúpida, etc. Esta apología de la chabacanería humana en todas sus caras, vociferante de cabo a rabo, llena de citas, de pruebas (que probarían lo contrario) y de textos espantosos (sería fácil), tiene la finalidad, diría yo de acabar de una vez por todas con las excentricidades, sean cuales sean. [...] En él se hallaría, pues, por orden alfabético, sobre todos los asuntos posibles, todo lo que debe decirse para ser un hombre decoroso y amable.» (2)



Reflets de gloire:
-Feu le grand Bouvard était mon oncle.
- Ma mère était une Pécuchet.

En el diccionario que creó Flaubert, se ordenan las palabras, pero tras ellas no están las cosas -su definición-, sino las ideas que los hombres les incorporamos. La palabra no es el objeto, ni siquiera lo define. La palabra es el lugar en donde los hombres convivimos con las cosas. Lo que obtienen Bouvard y Pécuchet no es el qué es, sino el qué significa socialmente. Si la palabra es el centro de la trinidad que antes enunciábamos, a Flaubert le interesa la relación hombre-palabra más que la relación palabra-cosa. En la voz "Jovencita", el diccionario de ideas recibidas recoge: «Articular esta palabra tímidamente. Todas las jovencitas son pálidas y frágiles, siempre puras. Evitar que lean libros, visiten museos, teatros y, sobre todo, el Zoológico, donde están los monos» (3). La definición no busca la verdad de la palabra, sino su práctica social, su valor de intercambio. Flaubert no quiere un diccionario neutro, porque las palabras nunca lo son, impregnadas como están de los valores. Sus definiciones no apuntan al referente, sino a la imagen mental, a la reacción que causan, cuyo origen está en la práctica social y en la historia. Una "jovencita" no es una "mujer joven", sino el conjunto de relaciones y asociaciones que se establecen a su alrededor; lo que realmente se expresa, voluntaria o involuntariamente, cuando se dice "jovencita". La palabra es esencialmente depósito. En el diccionario de Bouvard y Pécuchet las palabras pasan a ser colecciones de tópicos. En "jovencita" se reunen los tópicos que se refieren a la mujer: la "idealización de la pureza", la "idealización de su respeto", la "desconfianza hacia su capacidad de resistencia", su "impresionabilidad", la "necesaria protección ante la sexualidad", la "necesidad de evitar lugares y cosas inconvenientes", etc. A su vez, los tópicos se encadenan formando un tejido de series enlazadas. A través de "jovencita" podemos descifrar los tópicos de "libros", "museos", "teatros", "monos", etc. "Mono", por ejemplo, nos lleva a "sexualidad", "desnudez", "animalidad", "exhibicionismo", etc.; "libros" y "teatros" a "peligro", "inmoralidad", etc.
En la voz "novela" encontramos: «Pervierten a las masas. Son menos inmorales por entregas que por volúmenes. Sólo se pueden tolerar las novelas históricas porque enseñan historia. Hay novelas escritas con la punta de un escalpelo y otras que descansan en la punta de una aguja» (4). De igual forma, no nos da una definición de "novela", sino información sobre su inserción, los valores con los que circula socialmente. Son las reacciones que desencadena, lo que la palabra provoca y construye en su intercambio: "perversión" e "intolerancia"; "historia" frente a "ficción"; "educación de elite" frente a "educación de las masas"; "hipocresía de la lectura", etc.
En la voz "artistas" podemos leer: «Todos farsantes. Alabar su desinterés (antiguo). Asombrarse de que vistan como todo el mundo (antiguo). Ganan sumas increíbles pero las dilapidan. Con frecuencia son invitados a cenar. Una mujer artista no puede ser más que una golfa. Lo que hacen no se puede llamar trabajo» (5), en donde se reunen todos los tópicos sobre las gentes relacionadas con el arte y sus prácticas. "Gorrones", "inmorales", "inútiles", "estrafalarios", "mujeres perdidas", etc. reflejan a la perfección el rechazo social que provocan, por encima de las alabanzas que se les pueda dedicar.
Los tópicos no se anulan por ser contradictorios. La lógica nos dice que una cosa no puede ser a la vez algo y su contrario: "A" no puede ser a la vez "no A". Los tópicos demuestran que sí es posible, que pueden convivir perfectamente. «Morenas: Más ardientes que las rubias (v. Rubias)»; «Rubias: Más ardientes que las morenas (v. Morenas)» (6). El mismo enunciado se puede aplicar a los opuestos; lo importante es ese imposible "más" aplicado al carácter "ardiente" que establece la comparación. El tópico no necesita lógica, vive en el absurdo de la contradicción; es una convención que, como las monedas, todos aceptan como un valor sin cuestionar por qué lo vale.
El tópico se manifiesta convocado por la circunstancia; los objetos, la situaciones los invocan y emergen sin dificultad. A través del tópico se manifiesta la voz común que se convierte en respuesta obligada.
Milan Kundera, admirador de la obra flaubertiana, ha señalado cuál considera él que es el gran descubrimiento de Flaubert. Nos dice Kundera:
El siglo XIX inventó la locomotora, y Hegel estaba seguro de haber captado el espíritu mismo de la Historia universal. Flaubert descubrió la necedad. Me atrevo a decir que éste es el descubrimiento más importante de un siglo tan orgulloso de su razón científica. (7)
Por supuesto, explica Kundera, la necedad se había contemplado anteriormente, pero considerada como una situación de carencia que se reduce con el aumento de los conocimientos. En las obras de Flaubert, por el contrario,
la necedad es una dimensión inseparable de la naturaleza humana [...] Pero lo más chocante, lo más escandaloso de la visión flaubertiana de la necedad es esto: la necedad no desaparece ante la ciencia, la técnica, el progreso, la modernidad; ¡por el contrario, con el progreso, ella progresa también! (8)
La conclusión de Kundera, en su interpretación de Flaubert, es que la necedad tiene también su progreso en la historia. El aumento del número de conocimientos de cualquier tipo no implica su desaparición. Necedad y conocimiento caminan de la mano a lo largo de los tiempos. "La necedad moderna -explica Kundera- no es la ignorancia, sino el no-pensamiento de las ideas preconcebidas".
El tópico anida en el lenguaje y no sólo en el lenguaje común. Es respuesta preconcebida, asumida sin reflexión, punto de partida incuestionado sobre el que se construyen los edificios sociales. Es el pensamiento que parte del no-pensar. Flaubert analizó en sus obras la presencia del tópico. Lo hizo en el plano individual y en el colectivo; lo hizo en el discurso amoroso y en el científico; en el político y en el filosófico. Su intención fue mostrar cómo, en gran medida, el pensamiento permanece cautivo; cómo el error se viste de autoridad; cómo, cuando creemos dominar las palabras, éstas son las que nos dominan a nosotros imponiéndonos sentidos que se transmiten incuestionados.
Laminando el sentimiento.
En mitad de su novela Madame Bovary, concluyendo un párrafo, sin apenas afán de transcendencia, precedida de un "además", Flaubert escribe: "la palabra es un laminador que prolonga todos los sentimientos" (9). Lo escribe casi como una ocurrencia de último momento, como un final de párrafo que le hubiera llegado a la mente de improviso por la propia inercia de la escritura.
Sin embargo, en su aparente ligereza, el sentido de la frase sirve para explicar, al menos desde un determinado aspecto, el significado de la novela y mostrarnos el valor que Flaubert le otorga al lenguaje desde la perspectiva de la persona, por un lado, y desde la de la sociedad, por otro. Para comprender plenamente su sentido haremos una breve descripción de su contexto en la novela.
La acción que nos muestra Flaubert es el reencuentro de Emma Bovary con León, el pasante de abogado, antiguo admirador, que, tres años antes, había sido incapaz -por timidez, por falta de experiencia- de dar los pasos decisivos que posibilitaran la conquista amorosa. Ahora, el tiempo ha pasado; León y Emma han ganado experiencia en el juego amoroso y, siguiendo un ritual, se lanzan a la conquista el uno del otro.
Emma y León comienzan un juego de seducción verbal en el que la palabra es el arma. No se dicen lo que sienten, sino lo que el otro quiere escuchar. El discurso amoroso, aquí, no es portador de un sentimiento sincero, sino un artefacto retórico cuyo objetivo es la seducción, la conquista del otro.
Este artefacto retórico evoluciona, en cuanto discurso, según las reglas que implícitamente cada uno de los contendientes va mostrando al otro. No es, pues, un juego en el que uno de los dos deba ganar en perjuicio del otro, no es un juego en el que existan un seductor y un seducido, sino que, por el contrario, es el seducido -seducida, en este caso- el que va dando las pautas a su seductor para que realice su conquista.
El discurso amoroso se nos muestra como algo vacío, superficialidad sin sentimiento, apariencia de una pasión inexistente puesta al servicio de unos objetivos de conquista mutua sometida al ritual del galanteo.
"La palabra lamina el sentimiento", nos dice Flaubert. La acción de "laminar" es someter a presión un determinado material, generalmente un metal, para que éste aumente su superficie. Laminar es prensar para que algo inicialmente pequeño aumente en su extensión. El discurso amoroso es la laminación del sentimiento. El sentimiento es sometido a presión y, traducido a palabras, a discurso, aumenta su apariencia. La lámina resultante tiene una gran superficie, pero su espesor es mínimo. Ante la mirada parece haberse agrandado; parece que ese pequeño pedazo de metal ha adquirido unas dimensiones extraordinarias, pero su masa es la misma. La palabra laminadora extiende ese pequeño núcleo del sentimiento y, convertida en discurso, aparenta mediante su extensión una densidad de la que carece.
Lo que hacen Emma Bovary y León es laminar, extender, utilizar las palabras para fabricar un discurso amoroso que es sólo superficie, extensión frágil y sin profundidad. Cuanto menor sea el núcleo sentimental, mayor presión necesitará para poder aparentar, por medio de las palabras, su densidad.
Lo que podría ser una característica del discurso amoroso o de seducción, al analizar la novela flaubertiana, comprendemos que se extiende a todos los discursos sociales. Podemos comprobar que esta acción laminadora se da en los discursos de los políticos, en los discursos científicos, en los comerciales, prácticamente en todos los ámbitos de la vida social.
Al igual que los amantes se seducían por medio de la palabra, aparentando un sentimiento que no poseían, los discursos políticos buscan la seducción de los votantes, los científicos convencer de la posesión de una determinada verdad y método, y los discursos comerciales la adquisición de sus bienes por los compradores. Todos ellos buscan la seducción de los otros. Detrás de sus discursos, palabra laminadora, no se encuentra la verdad sino el deseo de seducción. Apariencia de verdad y no verdad. Deseo de verdad y no verdad. Es lo que Michel Foucault, siguiendo la idea nietzscheana de "voluntad de poder" , denominó "voluntad de verdad" (10): el deseo de imponer nuestro discurso como verdadero a los otros. Flaubert logra mostrar esta presencia generalizada de la falsedad discursiva en la magistral escena de los comicios en la que entremezcla las voces de los discursos políticos, comerciales y amorosos, mostrando, por confluencia en un mismo espacio y tiempo, su vaciedad.
La palabra, el lenguaje parecen estar destinados, en el pensamiento flaubertiano, al encubrimiento de la realidad. No hablamos tanto para mostrar como para ocultar o, si se prefiere, para mostrar lo que no somos. El lenguaje posibilita proyectar el deseo sobre los otros, y quizá el mayor deseo sea el de ser, el de tener entidad, espesor. Si el lenguaje sólo tiene sentido entre dos, aunque sea en el diálogo con uno mismo, lo que proyectamos al otro -o lo que nos decimos- no es tanto una verdad del ser como una lámina del querer ser o del aparentar. Queremos que lo que nos decimos sea nuestra verdad.
Porque, ¿qué quiere, en el fondo, decir Flaubert? Algo muy complicado y, a la vez, muy sencillo. Algo que ciertos pensadores nos están diciendo desde diversas perspectivas hoy en día: que el lenguaje sirve para encubrir un gran vacío, que los hombres nos vestimos con las ropas del lenguaje para tapar nuestra desnudez existencial. De ahí que el análisis del lenguaje haya pasado a ser uno de los ejes básicos del pensamiento filosófico contemporáneo.
La vieja formulación cartesiana del "pienso, luego existo", ha sido sustituida, en palabras de Émile Benveniste, por la de "es ego quien dice ego" (11) o en otra formulación recogida por Julia Kristeva, "hablo y me oyes, luego existimos" (12). Pienso, sí; pero pienso con palabras. Nos definimos no como sapiens, sino como hablantes y estamos condenados a decirnos sin cesar para poder alcanzar la dimensión del ser. Es en el lenguaje en donde nos reconocemos, en donde nos formulamos, en donde existimos humanamente. Es en el lenguaje en donde amamos y en donde odiamos; en donde comprendemos y en donde olvidamos: nuestro ser -eso que llamamos ser-, en definitiva, es verbal.
La verdad del ser, podemos decir, es la presencia de su discurso. Nuestro deseo es olvidar esa delgadez de la lámina y conferir una densidad e intensidad a lo que, a priori, puede ser sólo apariencia.
Creemos que la verdad es transmitida por la palabra, que la palabra es el envoltorio de algo realmente existente: la idea o el sentimiento. Emile Durkheim, al comentar las ideas de Montaigne con respecto a la posición del lenguaje en la educación, señala que para el pensador renacentista:
La lengua es el vestido de la idea, pero es un vestido cuyo papel consiste en dejar transparentarse lo que recubre. Su principal cualidad, la única que tiene un verdadero valor, es la transparencia. La palabra sólo es útil, sólo cumple su oficio cuando deja aparecer la idea claramente, y va contra su objetivo cuando quiere brillar con un resplandor profuso que atraiga toda la atención sobre ella. (13)
Esta posición es característica del pensamiento racionalista occidental y lleva a un desprecio de la palabra en favor de lo que se supone que hay detrás. Pero, ¿y si detrás no hay nada? Las palabras, según Montaigne, deben dejar transparentar lo que hay detrás. Cuando se vuelven opacas, oscuras, impiden el acceso a una verdad que se supone fuera de ellas. Sin embargo, tras las palabras sólo encontramos otras palabras, tras los discursos otros discursos: un proceso de semiosis ilimitado. Los discursos no nos remiten a otra cosa que no sean discursos. Todo signo remite a otro signo, nos dicen los semióticos. Esta es la base de la cultura. Decía Nietzsche que toda palabra es un prejuicio, que es como decir que toda palabra está llena de palabras. El discurso amoroso de Emma y León no nos remite al sentimiento, sino a discursos amorosos literarios aprendidos con anterioridad. Hay una máxima del Duque de LaRochefoucauld que expresa a la perfección este proceso de regresión discursiva: «Hay gentes que no se hubieran enamorado jamás de no haber oído hablar del amor.»(14)
El amor, algo que entendemos como un sentimiento auténtico, nace de las palabras. Es necesario haber oído hablar del amor para sentirlo, porque sentirlo -reconocerlo- es ya verbalizarlo. Por eso los poetas, los artistas, nos enseñan a amar, igual que los pintores nos enseñan a contemplar y amar el paisaje.
Nuestro mundo es un mundo construido verbalmente, una realidad laminada. En la formulación foucaltiana, las sociedades, las culturas son tejidos de discursos que regulan el fluir humano. Nos movemos entre discursos en los que buscamos acomodo. El drama humano es la misión imposible de buscar la palabra propia, la liberación del discurso ajeno. Porque los discursos pueden ser enriquecedores o limitadores. Las sociedades, los individuos, luchan por fabricar discursos con los que poder convivir, que ese drama humano y social, al que hacíamos referencia, sea lo menos traumático posible.
De osos y estrellas
Existe en Madame Bovary otro momento en el que Flaubert acaba de perfilar la idea anterioremente expresada. También se inicia a partir de un discurso amoroso, esta vez entre Rodolphe y Emma. El amante noble de Emma se encuentra ya cansado de la constante insistencia y las pretensiones de la mujer. Flaubert lo describe en estos términos:
Tantas veces le había oído decir estas cosas, que no tenían ninguna novedad para él. Emma se parecía a las amantes; y el encanto de la novedad, cayendo poco a poco como un vestido, dejaba al desnudo la eterna monotonía de la pasión que tiene siempre las mismas formas y el mismo lenguaje. Aquel hombre con tanta práctica no distinguía la diferencia de los sentimientos bajo la igualdad de las expresiones. Porque labios libertinos o venales le habían murmurado frases semejantes, no creía sino débilmente en el candor de las mismas; había que rebajar, pensaba él, los discursos exagerados que ocultan afectos mediocres; como si la plenitud del alma no se desbordara a veces por las metáforas más vacías, puesto que nadie puede jamás dar la exacta medida de sus necesidades, ni de sus conceptos, ni de sus dolores, y la palabra humana es como un caldero cascado en el que tocamos melodías para hacer bailar a los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas.(15)
El párrafo contiene una serie de ideas enlazadas que nos muestran la concepción del lenguaje que Flaubert tenía. En primer lugar, tenemos un discurso que se presenta vinculado al sentimiento. Emma se dirige a Rodolphe para manifestarle su sentir. Rodolphe, escéptico, no cree en el valor de las palabras como transmisoras del sentimiento. Hablar es una cosa, sentir otra. El noble tiene una experiencia amorosa que le hace dudar de la sinceridad de este tipo de manifestaciones. Ha oído esas mismas palabras a mujeres de las que tenía constancia que fingían; esos "labios libertinos o venales", a los que se refiere, le impiden creer en la verdad de las palabras de Emma.
Volvemos a la palabra-ocultación, a la palabra vacía. Nos dice Flaubert que Rodolphe "no distinguía la diferencia de los sentimientos bajo la igualdad de las expresiones". Lo único a lo que tenemos acceso es a la palabra del otro. ¿Cómo verificar lo que hay tras las palabras? ¿Cómo saber que lo que la palabra transmite existe realmente? Bajo las mismas expresiones laten significados e intenciones muy distintos. Las palabras son opacas y yo les atribuyo un sentido, una intención de la que nunca puedo estar seguro. Rodolphe, acostumbrado a la mentira, reduce el sentido de las expresiones a meros juegos seductores que acaban por aburrirle. No le interesan sentimientos verdaderos, nuevos; sólo le divierte alguna novedad en su expresión. Todas dicen lo mismo, aunque sientan cosas muy distintas o no sientan nada. La verdad y la mentira se pueden presentar bajo la misma expresión. Es "verdad" si hay correspondencia entre la expresión y el sentimiento; es "mentira" si no la hay. Pero ¿cómo saberlo? La exageración de los discursos no es garantía de autenticidad del sentimiento.
El lenguaje pierde su efectividad en la monotonía de la repetición. Oír decir lo mismo una y otra vez insensibiliza ante las palabras. El discurso sentimental pierde su sentido desde el momento en que no puede ser verificado y pierde su efectividad erótica desde el momento en que se repite. Como consecuencia, Rodolphe se mueve entre el recelo y el aburrimiento. Ya que no se puede cambiar de palabras, cambiemos de amante.
El discurso, entendido como correspondencia con lo real, pierde su entidad. La palabra se vuelve limitada o, es mejor decir, se mueve en un ámbito diferente al de los elementos de la realidad. Flaubert afirma de forma rotunda que "nadie puede jamás dar la exacta medida de sus necesidades, ni de sus conceptos, ni de sus dolores". El camino no es, entonces, el de la "verdad", entendida como adecuación. Si la palabra no puede ser determinada como verdadera o falsa, el único ámbito que le es propio es el de su efectividad, es decir, la retórica.
Este carácter es importante, tanto para establecer el valor del discurso en el pensamiento flaubertiano, como para, en otro plano, establecer sus relaciones con el realismo literario de su tiempo. Si la palabra no es verdadera, sólo puede ser bella.
Flaubert da un giro que le aleja de las posiciones de los realistas, preocupados por la "descripción veraz" de la realidad, y se adentra en la efectividad del discurso, en su adecuación interna. La palabra no transmite ningún elemento ajeno a ella misma: la palabra crea. El discurso no es vehículo transmisor de algo fuera de sí mismo, sino presencia plena. La palabra deja de ser transparente, en el sentido que anteriormente veíamos en la cita de Émile Durkheim.
El recelo ante la verdad del discurso sólo se puede compensar con un énfasis en su materialidad, en su carácter de construcción antes que en su capacidad portadora. "Autenticidad", en Flaubert, no significa ajustar el discurso a la realidad, sino ajustar la expresión en sí misma. La "mot juste" flaubertiana no es la precisión en la descripción de lo real, sino la creación de su propia realidad dentro de un sistema discursivo. Lo que se abre es el camino de la metáfora o, más exactamente, la reducción de todo discurso a un plano metafórico. La metáfora tiene el doble carácter de presencia y ausencia. Lo que hay -lo que se ofrece- en lugar de lo que debería haber. Sin embargo, Flaubert captó perfectamente que la metáfora es la ausencia de una ausencia, que lo que está ausente en la metáfora no es la realidad, el referente, sino otro signo, de ahí ese carácter vacío de la metáfora.
El amor -del que parte Flaubert- no sería una presencia, sino una metáfora, una construcción para nombrar lo innombrable. Al escritor no le interesan los sentimientos, la realidad en su conjunto, le interesa jugar con los elementos lingüísticos. Los hombres no hemos creado la realidad, hemos creado el lenguaje y hemos creado los vínculos que atan a las palabras con las cosas. Los sentimientos, dolores y conceptos no son "cosas", sino que entran en una categoría muy distinta. Podemos nombrar lo exterior, lo que nos encontramos dado, pero hay muchos otros ámbitos en los que manejamos las formulaciones verbales como si lo fueran. Y es ahí donde Flaubert deja al descubierto su esencia lingüística. El amor, palabra única, es todo aquello que cada uno siente y que denomina como tal; la verdad es todo lo que uno alcanza; la felicidad se rellena con los sueños.
El antropólogo americano Clifford Geertz explica este proceso de construcción de la expresión del sentimiento de la siguiente forma:
Para formar nuestras mentes debemos debemos saber qué sentimos de las cosas; y para saber qué sentimos de las cosas necesitamos las imágenes públicas del sentimiento que sólo el rito, el mito y el arte pueden proporcionarnos.(16)
Lo señalado por Geertz implica la existencia de un cuerpo de codificaciones del sentimiento, un repertorio de formulaciones en las que encajamos lo que de por sí es inefable. Los "grandes sentimientos" son en realidad "grandes expresiones" de eso que denominanos sentimiento. No existe expresión directa del sentimiento. O sólo existe el grito, de placer o de dolor. La metáfora está presente en la exteriorización del sujeto como elemento básico. Esto significa que nos construimos en cuanto sujetos; que nuestra realidad, en cuanto tales sujetos, es un conjunto de metáforas, eso que Geertz denomina "imágenes públicas". Puestas a nuestro alcance, esas imágenes nos enseñan a sentir o, al menos, a codificar nuestros sentimientos.
La afirmación de La Rochefoucauld -algunos no se enamorarían de no haber oído hablar antes del amor- concuerda con lo dicho. ¿Qué es la historia de Emma Bovary sino el drama de quien ha obtenido una imágenes equivocadas, de quien se ha forzado a sí misma a vivir hasta el final las más enloquecidas expresiones del sentimiento? Queriendo ser auténtica, Emma Bovary se ha convertido en un ser plagado de metáforas, de discursos, tal como Bouvard y Pecuchet se llenaron de teorías científicas; queriendo ser sublime, Emma se hundió en lo grotesco. La ingenuidad de Emma la lleva a creer que tras las metáforas expresivas del amor se encuentra una realidad que intenta reproducir desesperadamente en ella misma.
Pero Flaubert no achaca el problema a la metáfora. De hecho, la defiende abiertamente. Como creador que es, defiende la metáfora creadora frente a la metáfora gastada. El esfuerzo no es el del sentimiento, que es el que es, sino el de la creación de la expresión. Es a través de esas metáforas como es posible formalizar el sentimiento. Vamos buscando nuestras propias metáforas para encontarnos a nosotros mismos, para encontrar nuestra supuesta esencia, cuando lo que hacemos realmente es construirnos a través de la palabra, darnos nuestra propia forma y sentido. En el lenguaje nos encontramos a nosotros mismos, en nuestra autenticidad o en nuestra falsedad.
Lo que el escritor -el artista- hace es ofrecer nuevas metáforas, no nuevos sentimientos. Hay una carta reveladora de Flaubert a Louise Colet, de 1846, en la que muestra su visión del trabajo literario:
[...] He escrito páginas muy tiernas sin amor, y páginas ardientes sin ningún fuego en la sangre. He imaginado, he recordado, he combinado. Lo que has leído no son recuerdos de nada. (17)
Aquí defiende Flaubert la "autenticidad" y, a la vez, la "vaciedad" de la metáfora: expresión del amor sin amor. Es aquí en donde debemos encontrar la explicación de la doctrina de la impersonalidad del arte, del distanciamiento. El concepto romántico de la escritura, en su vertiente más tópica, se viene abajo. La metáfora auténtica no es la que tiene un referente real, sino la que consigue su objetivo. No existe falsedad en lo ardiente de la expresión porque no haya nada tras de ella. Ella misma es la que ofrece su autenticidad: autenticidad del discurso en sí mismo. La diferencia estriba en el desgaste de las metáforas. El artista, obligado a buscar entre el lenguaje, se lanza a la creación de nuevas formas de expresión. Flaubert no buscaba crear nada; buscaba la "palabra justa", la palabra ajustada: correspondencia entre la intención y su expresión. No busca transmitir lo que no siente, sino crear lo que no necesita sentir. El mito del poeta atormentado, del poeta insatisfecho, del sufrimiento como motor de la creación cae en beneficio del artífice, del trabajador de la materia poética, que deja de ser el sentimiento o la realidad material para pasar a ser el lenguaje.
Con Flaubert, el lenguaje deja de ser el medio para pasar a ser el origen y el fin. La realidad es material y lingüística. Es dada y recreada. El poeta inventa y, porque inventa, crea. Pone en circulación metáforas, formas que es posible amar por ellas mismas y no por lo que supuestamente transmiten.
Nos deja con un problema, el del autoengaño: el construirnos sobre las palabras que nos ofrecen mayor satisfacción. Quizá nunca mintamos más que cuando nos definimos a nosotros mismos. Al definirnos, buscamos aquellas palabras en las que nos acogemos. Nos decimos y, al decirnos, nos limitamos; nos damos un carácter de entidades cerradas, es decir, presuponemos un "yo" -otra de las grandes palabras de Occidente-, estable, que se define desde una serie de parámetros concretos. Emma Bovary se construyó un ser poetizado, un ser que se definía por su deseo de emulación de esas heroinas literarias que no estaban compuestas más que por palabras. En su autoengaño, Emma se convirtió en un ser vacío, tan vacío como las palabras con las que rellenó su vida. Discursos falsos sólo pueden engendrar falsedades; adherirse a lo falso, a lo gastado, a lo falsamente auténtico, al tópico, equivale a renunciar a la búsqueda de un discurso propio, renunciar a un decirse auténtico. Nosotros no inventamos el lenguaje, tan sólo lo usamos. Pero la palabra permite la búsqueda cuando se aleja del tópico. El tópico, ese discurso predefinido, no sólo no nos revela, sino que nos encubre. Nos da una solución prestada a nuestra definición. La lucha con las palabras es dura. Las expresiones "me faltan palabras para decir..." o "no puedo decirlo con claridad..." presuponen la existencia de algo que no logra transpasar su condición de idea o sentimiento para poder tomar cuerpo en el discurso. Lo "inefable", lo "indescriptible", adquiere un estatus superior a lo que sí puede ser dicho. Así, hablamos de una "belleza indescriptible", de un "sentimiento que no puede ser encerrado en palabras", etc. Todas estas expresiones parecen señalar que "lo que se quiere decir" es superior a "lo que puede ser dicho", que "las palabras no hacen justicia", "se quedan cortas", como se suele decir.
La expresión contraria, "eso son sólo palabras" manifiesta la vaciedad del discurso. Es el camino que escoge Flaubert. Porque ¿qué es la literatura sino "sólo palabras"? Palabras que buscan alcanzar su belleza en un discurso cuyo fin es la belleza misma. La palabra literaria es la estilización de los múltiples discursos. Las palabras de Emma son falsedades. El discurso que acoge las palabras de Emma, en cambio, puede ser verdadero porque su finalidad es otra. Las palabras son las mismas, pero cambia su finalidad porque cambia su contexto y su intención. Flaubert se planteó el gran reto de querer construir un texto literario con seres vulgares que decían discursos vulgares y falsos. Queriendo destruir una literatura que se basaba en la autenticidad de las afirmaciones -la literatura que había seducido a Emma-, Flaubert intentó reproducir fielmente esa vaciedad:
Choco con situaciones comunes y con un diálogo trivial. Escribir bien lo mediocre y hacer que al mismo tiempo conserve su aspecto, su corte, sus propias palabras, es verdaderamente diabólico, y veo desfilar ahora ante mí esas lindezas en perspectiva durante treinta páginas al menos.(18)
¿Por qué puede ser una obra maestra un texto lleno de palabras vacías, de diálogos triviales, de seres falsos? Sí y precisamente porque es ahí donde está el valor revelador del auténtico arte. ¿Cómo se puede "escribir bien lo mediocre", se pregunta Flaubert? ¿Cómo escribirlo bien sin modificarlo, sin que deje de mostrarse total y absolutamente mediocre y falso? La obra de Flaubert es arte porque revela en sus páginas la misma vaciedad que reproduce. No la la oculta, no la disfraza. Logra el equilibrio perfecto entre los discursos recogidos y su reproducción estética. Lo que sonaría a nuestros oídos en la vida real como pura palabrería, como charla intranscendente, se transforma en discurso literario y alcanza su pleno valor estético.
Nos queda, para terminar, un último punto: la difusión de los tópicos. Flaubert no pudo ni si quiera soñar con el alcance y efecto de los medios de comunicación de los que hoy disponemos. Milan Kundera sí, y se refiere al «irresistible incremento de las ideas preconcebidas que, una vez inscritas en los ordenadores, propagadas por los medios de comunicación, amenazan con transformarse pronto en una fuerza que aplastará cualquier pensamiento original e individual y ahogará así la esencia misma de la cultura europea de la Edad Moderna» (19)
Si el descubrimiento de Flaubert es correcto -el que la necedad tiene su camino paralelo junto al conocimiento-, los medios de los que hoy se dispone permitirían que los tópicos se instauraran con mayor rapidez. Es decir, al igual que hoy los conocimientos se pueden comunicar masivamente, también, por los mismos medios, se puede canalizar el no-pensamiento.
Hemos afirmado anteriormente que el mundo puede ser entendido como un complejo tejido de discursos diversos que luchan por imponerse. No es un problema de competencia entre ellos, es un problema de imponer una forma de relacionarse con lo que nos rodea, es decir, de imponer uno de ellos como verdad. El sentido crítico de Flaubert le permitió reconocer el tópico bajo la apariencia de esa verdad.
Si algo podemos aprender de Gustave Flaubert es a recelar de los discursos, a recelar de lo que parece ser verdad, y, sobre todo, a recelar de lo evidente. Las cosas suelen ser fáciles de explicar cuando la explicación es fácil. Pero en el tejido de lo obvio siempre hay fisuras que, si se logran agrandar, permiten el paso de la luz. Flaubert reflejó lo que oía, pero nos hizo percibirlo a través de un nuevo cristal que eliminaba las imperfecciones de los anteriores. Su mirada -y con ella la nuestra- saltó por encima de los prejuicios, de los tópicos, de todo aquello que hacía que el pensamiento no fuera libre en su avance. El consejo que le dio a Guy de Maupassant es válido para todo aquel que cuenta el mundo, literato o informador:
Hay, en todo, algo inexplorado, porque estamos habituados a no servirnos de nuestros ojos, sino con el recuerdo de lo que se ha pensado antes que nosotros sobre aquello que contemplamos. La menor cosa contiene un poco de desconocido. Encontrémoslo. Para describir un fuego que llamea y un árbol en una llanura, permanezcamos ante ese fuego y ese árbol hasta que no se parezcan ya, para nosotros, a ningún otro árbol y a ningún otro fuego.(20)
Si lo queremos traducir a nuestras circunstancias, diremos: miremos la realidad con tanta atención que logremos olvidar la costra que formaron las palabras dichas sobre ella. Mirémosla hasta que broten nuevas palabras que nos ayuden a decir cada día el mundo. Mirémosla hasta que la verdad que encontremos sea, al menos, la nuestra.

Notas:
1. Hugo von Hofmannsthal, Carta de Lord Chandos, Madrid, Colegio oficial de arquitectos técnicos y aparejadores de Madrid, 1982. pág. 30. Traducción de José Quetglas.
2. Gustave Flaubert,Cartas a Louise Colet, Madrid, Siruela, 1989, pág. 246. Trad. de Ignacio Malaxecheverría.
3. Gustave Flaubert, Bouvard y Pécuchet, Barcelona, Bruguera, 1978, pág. 335 [trad. de J. C. Silvi].
4. pág. 341.
5. pág. 312.
6. págs. 339 y 346.
7. Milan Kundera, El arte de la novela, Barcelona, Tusquets, 1987, pág. 176. Traducción de F. de Valenzuela y Mª V. Villaverde.
8. Ibíd., págs. 176-177.
9. Gustave Flaubert, Madame Bovary, Madrid, Cátedra, 1986 pág. 300. Traducción de Germán Palacios.
10. Michel Foucault, El orden del discurso, Barcelona, Tusquets, 3ª ed. 1987, pág 19 y ss.
11. Émile Benveniste, Problemas de lingüística general I, México, Siglo XXI, 16ª ed. 1991, pág. 181
12. Ponge, cit. por Julia Kristeva, Semiótica 1, Madrid, Fundamentos, 2ª ed. 1981, pág. 203
13. Émile Durkheim, Historia de la educación y de las doctrinas pedagógicas. La evolución pedagógica en Francia, Madrid, Las ediciones de la Piqueta, 2ª, 1992, pág. 278
14. Duque de La Rochefoucauld, Reflexiones o sentencias y Máximas morales, Barcelona, Bruguera, pág. 48
15. G. Flaubert, op. cit. págs. 260-261.
16. C. Geertz, cit. por Giovanni Levi, en Sobre microhistoria, en Peter Burke, Formas de hacer historia, Madrid, Alianza, 1991, pág. 129.
17. Gustave Flaubert, --,pág. 146.
18. Carta del 12 de septiembre de 1853. págs. 324-325.
19. Milan Kundera, op. cit. pág. 177.
20. Guy de Maupassant, Prefacio de Pedro y Juan, Madrid, EDAF, 1970, pág. 30.

© Joaquín Mª Aguirre 1996
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